Era bajito, moreno y flacucho; feo pero muy simpático y jovial. A partir de su alistamiento como voluntario al 5º Regimiento, destacó enormemente entre sus camaradas de manera involuntaria, a causa de una determinada generosidad con que le había dotado la Naturaleza.
Corrió como un reguero de pólvora, entre todos los milicianos del frente del Jarama y luego del de Brunete, la noticia de aquella diferencia que hacía tan diferente de sus compañeros, al protagonista de esta historia. Fue tan penetrante la noticia, que llegó hasta la retaguardia, allí donde un numeroso grupo de jóvenes libertarias, se ocupaban del hospital y de la intendencia.
Fue tal la fama que adquirió el joven Andrés con su peculiaridad, que casi nadie le conocía por Andrés, sino por el apodo del 31. En muchas de las voluntarias de retaguardia, había un extraño “quiero / no quiero” por saber lo que hubiera de mito o de realidad en relación con el apodo.
Corrió como un reguero de pólvora, entre todos los milicianos del frente del Jarama y luego del de Brunete, la noticia de aquella diferencia que hacía tan diferente de sus compañeros, al protagonista de esta historia. Fue tan penetrante la noticia, que llegó hasta la retaguardia, allí donde un numeroso grupo de jóvenes libertarias, se ocupaban del hospital y de la intendencia.
Fue tal la fama que adquirió el joven Andrés con su peculiaridad, que casi nadie le conocía por Andrés, sino por el apodo del 31. En muchas de las voluntarias de retaguardia, había un extraño “quiero / no quiero” por saber lo que hubiera de mito o de realidad en relación con el apodo.
Un día en el frente de Brunete, que como consecuencia de una tregua o alto el fuego acordado por los dos bandos, se encontraba la tropa algo relajada y bromeando con la misma cuestión… Andrés, que en aquel día estaba un poco bebido y bastante harto ya de bromitas, chanzas e indirectas, se acercó de improviso a la mesa en donde jugaban al cinquete y bromeaban varios camaradas, y descargó sobre la improvisada mesa de juego un enorme pepinazo, que hizo saltar los naipes y los dineros por los aires y dejó estupefactos y paralizados a todos los presentes.
Después pasó al frente del JaramaSobre aquella leyenda hacían risas y comentarios las mocitas de un taller de confección de prendas militares, que estaba situado en lo que hoy es La Casa de la Radio y Televisión Española, allá en Prado del Rey, provincia de Pozuelo de Alarcón.
y siguió acompañándole la fama.
Más tarde, en el frente de Brunete
comentaron el caso del cinquete.
Pasaron ya muchos años y a don Andrés le llegó la senectud. Viudo y anciano fue acogido en la casa de su único hijo. Y un día… ¡ay!, su nuera, sin querer, a través del espejo del cuarto de baño debió ver algo fuera de lo corriente y tuvo la torpeza de comentárselo en secreto a la vecina de más confianza. ¡En qué mala hora lo hiciera! A partir de aquel día en la casa del hijo, no faltaban las visitas de algunas señoras de cierta edad, que con cualquier excusa intentaban hacer amistad con don Andrés a través de su nuera, bajo la tapadera de ir a pedirle una ramita de perejil; una cebolla; un poquito de sal; una tacita de aceite, un diente de ajo; unas hojitas de laurel; un vasito de vinagre; unas cucharaditas de pimentón; …
Aquello era un continuo ir y venir de gentes que argumentaban las cosas más absurdas. Empezaron a ir: vendedoras de artículos de limpieza, de robots de cocina, de potingues de belleza, de vaporettas, de tuperwares, de cacerolas y de ollas a presión; de sartenes que fríen sin aceite, devotas de una religión muy rara; astrólogas, echadoras de cartas, curanderas… ¡¡Yo qué sé!!
El hijo de don Andrés, avergonzado y cabreado, culpaba de todo esto a su esposa, y ella, la pobre, estaba avergonzada, abrumada y desbordada con todo aquel ajetreo pero no sabía cómo cortarlo de raíz.
Las relaciones matrimoniales de la pareja se agriaron por culpa de aquel ajetreo de gente. Tuvo que venir un lamentable suceso para que olvidaran en parte las rencillas y la tirantez, ya que un día, a don Andrés, que ya contaba ochentaytantos años, le tuvieron que hospitalizar. Pero con el paso de los días, se fue recuperando poco a poco, gracias a los esmerados cuidados que le prodigaba una enfermera de aquel hospital.
Un día, la enfermera se puso con él un poco más cariñosa que de costumbre y allí se produjo el drama. El pobre don Andrés no pudo superar la profunda emoción y falleció de forma repentina, quedándole en los labios una plácida sonrisa…, aunque también se le quedó de relieve otra señal más destacada. De este lamentable suceso debió tener noticias el cantautor Javier Krahe y de aquella leyenda hizo esta canción
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